02 febrero 2015

Jaén. Lugares sin tiempo

Al noroeste de la provincia de Jaén, lindando con las de Albacete, Ciudad Real y Granada, en el llamado geológicamente sector Prebético del frente externo de las cordilleras Béticas, se encuentra, ocupando el 75% del Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas, la comarca de la Sierra de Segura. Y en lo alto de una colina, a 1.150 metros de altitud, lugar "mucho fuerte y en cuesta muy alta", que anotarían, sorprendidos por el enclave de su castillo, los visitadores de la Orden de Santiago en 1468, Segura de la Sierra.
Desde aquí salimos sin prisa, temprano, hacia el interior de la sierra, un espacio de cordilleras cortantes, macizos corpulentos y oscuros barrancos por donde transcurren y crecen aún las aguas y la vegetación más vírgenes del parque natural. Lugares nada bucólicos para los hombres y mujeres que han luchado a brazo partido contra la naturaleza y las administraciones de montes desde tiempos remotos. En 1929, en sus Viajes por las escuelas españolas, Luis Bello le tomaba el pulso: "Paisaje de rocas calcáreas atormentadas, que de pronto parecen augurarnos el desplome, mirándonos a través de un iracundo gallo, con su ojo único bajo la cresta -el ojo, el agujero de la foradada- y que al llegar a la roca donde nace el río [el Segura] extrema su siniestra lámina de desolación". Trescientos cincuenta años atrás, las Relaciones de Felipe II registraban "...Bravas montañas y montuosas a maravilla. Tiene en este camino muchos pinos, encinas, robres, frexnos, texos, avellanos... En este propio camino ay tanto suma de pinos derribados y madera y leña que nadie aprovecha dello, es tanta cantidad que si la dicha leña estuviera en Toledo o en Syvilla o Madrid valía tanto y mas que una razonable ciudad". De tanto valor forestal dieron cuenta, a tajo parejo, los siglos intermedios, sobre todo desde que esta sierra fuera declarada Provincia Marítima por una Ordenanza de montes de Marina de 31 de enero de 1748.
Estamos en la salida de Segura de la Sierra hacia Río Madera. Las indicaciones nos conducen por una carretera que serpentea: caminos y veredas entran a cortijos y salen de aldeas donde el tiempo, aliado con la efervescencia industrial de los años 60, arrasó piedra y hombre de una bocanada. Y desapareció para no volver nunca. Así es que este es un espacio sin tiempo: disfrutamos de un territorio inmenso donde la especulación turística aún no ha desovado.
Curva a curva nos va engullendo la garganta que dejan los montes de la Carnicera y el Calar de los Caracoles, con alturas que sobrepasan los 1.500 metros. Pasamos por la zona de acampada de Los Negros, al pie de la Peña del Engarbo, luego por el Cortijo de Cerrico Montero, en cuyo prado hozan gorrinos oscuros, picotean las gallinas, medita la cabra y se sacuden las moscas, taciturnos, los burros. En sus bosques tiemblan los pinos de la especie laricio más antiguos de Europa, los que se salvaron del expolio convulsivo de Renfe en su afán por crear la red ferroviaria de vía ancha más moderna de Europa.
Pasamos por el campamento juvenil Río Madera, por la aldea de Prados de la Mesta. A ambos lados de la carretera el Cortijo del Abuelo Andrés, Los Espinos, Horno de la Peguera, el Centenar. Nombres de tierra, vegetal y agua. Y sus gentes, pocas, de fuego y aire, que son las que dan significado al trayecto, las que hablan con palabras encallecidas: Santiago, Pedro y Teodora, Dativo, Afrodisio, Emiliano, Teófilo, Ramón el pastor, Daniel, Faustino, Miguel y Juliana.
Se sospechaba: en este paseo no hay portadas renacentistas, plantas de cruz latina ni gótico flamígero. Quizás una bocamina, muchas caleras, pegueras y hornos. Es naturaleza esperando de espaldas las acometidas del arte.
Río Madera era nuestra referencia. Queda a unos doscientos metros a la derecha del camino. Recomendamos entrar y reservar mesa para mediodía e, incluso, alojamiento, porque nuestra intención es seguir hacia Venta de Rampias y subir hacia Los Anchos.
Hemos dejado atrás el cortijo de El Peñón, con su huerto despejado y un manzano solo, achatado, en el centro, y a Benedicto sacando las patatas. Pero tres curvas más abajo, en el cortijo de La Morringa, al que esto relata le muerde una incertidumbre y decide dejar el coche y abordar el Carril de la Umbría, subir a contracorriente del Arroyo de las Tres Aguas, entre Peñarrubia (1.614 metros) y el Cerro de Mirandante, hasta volcar por Prao Puerco, bajar a la aldea de Prado Maguillo y, desde allí, a Los Anchos. Recorrido donde no podemos hacer otra cosa que respirar, beber agua de las fuentes que asoman al camino, ver burbujear la resina en verano, oír crujir las piedras sobre la escarcha en invierno, encontrar una seta en otoño, leer el interior de uno mismo a la luz de los rosales silvestres, intentar localizar las cortijadas ocultas al otro lado del arroyo: Los Carrascos, Peña Rubia, La Cerecera, Las Tres Aguas, Prado Madero, lugares perdidos donde la zarza invade lentamente los huecos de las ventanas de las casas en ruinas.
Ésta es la propuesta, o seguir en coche carretera abajo, pasar por Arroyo Maguillo, el Camping de Garrotegordo, Prados de la Presa, donde quedan restos de una escuela unitaria, y un molino de harina al otro lado del río, denominado Molino de Prado de la Porra, cruzar el puente, llegar a la Venta de Rampias y, desde allí, a Majada Oscura y Los Anchos. De cualquier manera sentiremos la inquietud de los bosques, la mansedumbre de sus habitantes y el temblor de estar más vivo que en ninguna otra parte del mundo.

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